lunes, 22 de octubre de 2012

Tambalearse al andar


Nuestro cuerpo es un reflejo de nuestra alma. Vivimos infinidad de cosas en nuestro día a día, que nos emocionan, llenándonos de alegría, pero también pueden alterarnos y generarnos estrés. Hay personas que tienen la capacidad de expresar en el acto aquello que sienten. Si se enfadan, lo demuestran. Si se sienten angustiadas por algo, lo expresan. Pero no todos somos así. Es cierto que, no hay “prototipos” de personas. Todos podemos ser extrovertidos e introvertidos, según el momento y la situación ante la que nos encontremos. Lo importante es saber qué ocurre cuando no expresamos aquello que sentimos, guardándolo en nuestro interior. Cuando uno está enfadado, tampoco hace falta que grite, perdiéndole el respeto a los demás. Pero, sí debemos ser conscientes de nuestras emociones. Reconocerlas, aceptarlas, y dejarlas marchar. Cuando reconoces, comprendes. ¿Y si escondemos lo que sentimos? Y no sólo ante los demás, sino ante nosotros. ¿Qué ocurre? Nuestro cuerpo nos delata. Nos avisa de que algo anda mal en nuestro interior. Y no se tendría que ver como un fastidio, sino como una oportunidad.

Desde siempre, mis piernas y mis pies se han resentido cuando he sido incoherente con lo que pensaba y sentía, guardándomelo dentro de mí, escondiéndolo. Hace ocho años, tuve un accidente mientras montaba a caballo. El pobre animal, se asustó, resbaló, y caímos los dos al suelo, aplastándome el pie. Me costó mucho tiempo recuperarme. Creí que jamás volvería a andar bien. Me tambaleaba al andar. No podía apoyar bien el pie derecho. Nunca he vuelto a tener un accidente tan grave, pero sí pequeñas lesiones “de advertencia”. Me he roto ligamentos, he tenido sobrecargas musculares, y últimamente, la parte superior de mis piernas se ha resentido, dificultándome el andar. Además de limitarme en mi caminar, me he sentido dolida por no poder bailar. ¿Por qué ocurre todo esto en mí? Cada vez que siento miedo hacia el futuro, y no quiero tomar decisiones, responsabilizándome de mis actos, mis piernas y mis pies me “ayudan” a mantenerme quieta. Si no quiero tomar ninguna decisión, ¿qué hace mi cuerpo? Me fuerza a mantenerme quieta. Cuando no ando, no me duele el cuerpo. Cuando ando, se resiente. ¡Qué reflejo del alma!

Ahora, sólo debo observarme mejor. Aceptarme más. Reconocer más mis sentimientos y emociones. Y, algo unido a ello, y que nunca se me olvida, es dar las gracias cuando vuelvo a andar bien. ¡Qué goce! Aprende de tu cuerpo, valóralo. ¿Eres consciente de la suerte que tienes por poder andar? Decido dejar de tambalearme o de andar con miedo. Me dispongo a dar un paso tras otro. Decidida, y segura de mí misma.

Celia Quílez.

domingo, 7 de octubre de 2012

UN OTOÑO EN presente

Como cada tarde, salimos a pasear Ringo (mi perro) y yo. Un mismo paseo que se repite, un día tras otro. Antes de que anochezca, salimos. Siempre el mismo recorrido. Atravesamos una calle, y tras ésta, otra y otra, hasta llegar a la cuarta, donde como de costumbre giramos a la izquierda, para avanzar en línea recta, paralelos a la costa. Ando pensativa, centrada en “mis asuntos”. Pensamientos inconexos. “Tengo que leer aquel texto de Bartolomé de las Casas, mañana temprano iré al banco, he de prepararme la coreografía de baile para el martes, debo pasar por la secretaría de la facultad”- pienso en voz alta. Voy caminando organizando en mi cabeza la agenda de la semana. ¡Es cierto, llevo a Ringo!, pero éste va unido a mí mediante una correa. Me puedo distraer. Ringo ya va a mi lado, guiándome por dónde hemos de ir. Ya sabe el camino. Olfatea sin parar, y se detiene en los mismos lugares, porque sabe que allí vive un perro con su dueño, o porque antes que nosotros suelen pasar los mismos perros, las mismas personas.

Pero de repente, algo me llama la atención. Un chico, bastante joven, baja de un todoterreno. Deja las llaves puestas en el coche, el motor encendido. Parece que busca algo en concreto. Se detiene, se agacha y… recoge una hoja de un árbol platanero que cayó al suelo. Se levanta, anda unos pasos más allá, y de nuevo, se agacha y recoge más hojas. Son hojas inmensas, preciosas. Me doy cuenta de que me he quedado parada en medio de la calle, observando a ese muchacho. De nuevo reanudo mi marcha. Pero esta vez de un modo distinto. De repente, empiezo a oler el intenso aroma de los árboles, de las hojas caídas al suelo, de la naturaleza en contacto con el mar. Me animo y decido indagar por nuevos lugares. Ya no giro calle abajo para regresar a casa, voy en sentido contrario. Esta vez, la gran risotada de un niño pequeño me llama la atención. A lo lejos, corre una madre. Su hijo la persigue. Juegan inocentemente al “pilla-pilla”. ¡Qué gozo veo en sus ojos! Me contagio de su alegría y empiezo a trotar alegremente con Ringo.

Ese paseo que podía haber sido como cualquier otro, aburrido y repetido, se convierte en una nueva y grata experiencia. Me doy cuenta de que todo cambió en el momento en que dejé de prestar atención a mis pensamientos y empecé a observar aquello que estaba ocurriendo a mi alrededor.

Me apetece saborear aún más la vida, ¿y a ti?

Celia Quílez.